Jaime García Cantero
Urnas y Armas. Medio planeta estará llamado a las elecciones en 2024 mientras el mundo sigue en guerra. La tecnología, y muy especialmente la Inteligencia Artificial, pueden determinar los resultados en ambas. DeepFakes y ciberataques. Manipulación algorítmica y terrorismo digital. El viejo orden se acaba y el nuevo tarda en llegar, y como alertaba Antonio Gramsci, “En ese claroscuro surgen los monstruos”.
Explicaba la profesora de Harvard Svetlana Boym , que el siglo XX empezó como una utopía futurista y concluyó sumido en la nostalgia. La tecnología era sin duda una parte integral de esa utopía, pero ahora que ese futuro parece habernos alcanzado y los robots, los vehículos que se conducen solos o la aldea global con la que soñaba Mcluhan, se han hecho realidad , nuestra visión dista bastante de ese futuro feliz que pronosticaban los integrados y son cada vez más los apocalípticos, siguiendo la dicotomía de Umberto Eco, que claman contra el imparable avance tecnológico. Algunos, como explicaba Zygmunt Bauman en su obra póstuma, han caído incluso en la retrotopía, en construir lo utópico no hacia adelante sino hacia atrás, haciendo de la nostalgia un pasado que nunca existió, una excusa para el inmovilismo y en el peor de los casos una bandera para esas políticas del odio que aparecen hoy por todas las latitudes.
Pero esto no va de parar la tecnología, si no de hacerla avanzar de manera diferente. La misma Inteligencia Artificial que construye fake news ha sido capaz de descubrir la estructura de 200 millones de proteínas y poner este conocimiento al servicio de la comunidad científica. Esos mismos algoritmos están siendo claves en el descubrimiento de nuevos antibióticos que salvarán millones de vidas o en la lucha contra el cambio climático. El problema no es la inteligencia artificial sino el uso que hacemos de ella.
Recuperemos la visión de la tecnología como herramienta de progreso. Invirtamos en investigación de impacto y tecnología con propósito, aquella que resuelve problemas relevantes de manera responsable. Tenemos una oportunidad mayúscula delante nuestra. Una herramienta poderosa para conseguir un mañana mejor. Pero esta oportunidad no es un cheque en blanco sino una hoja roja. Como contaba Miguel Delibes, en un librillo de papel todas las hojas son blancas hasta que una roja anuncia que solo quedan cinco. Es el principio del fin. La señal de que algo acaba. Esta no es nuestra primera oportunidad, pero puede ser la última. El momento es ahora. Las decisiones que tomemos en este 2024 que empieza marcarán las próximas décadas. Como decía Ortega y Gasset: “Si no decidimos, otros lo harán por nosotros seguramente contra nosotros”. En un entorno de complejidad el futuro no se construye, se teje. La catedral que dejaremos a los que vendrán debe crecer como un bazar. Plural, descentralizado, complejo y vivo. Otro modelo es posible. El de la tecnología con propósito que no hace millonario al 0,1% de la población sino que mejora la vida del otro 99,9%. Una digitalización justa, inclusiva y sostenible que pone a las personas en el centro. Una transformación que construye una sociedad del aprendizaje, que como explicaba Joseph Stiglitz, entiende que el conocimiento, la innovación y la ciencia son la única garantía de crecimiento sostenible y creación de empleo.
No es una guerra mundial, pero es un mundo en guerra
El Programa de Datos de Conflictos de Uppsala, que ha estado rastreando las guerras a nivel mundial desde 1945, identificó 2022 y 2023 como los años más conflictivos en el mundo desde el final de la Guerra Fría. Uno de cada seis habitantes de este planeta que llamamos nuestro estuvo expuesto a un conflicto armado en 2023. En los últimos 24 meses han comenzado, se han reiniciado o intensificado un número asombroso de conflictos armados. Algunos estaban congelados, otros llevaban años cociéndose a fuego lento. Todos ahora se han vuelto activos. La lista incluye no sólo las guerras en Gaza y Ucrania, sino también las medidas militares serbias contra Kosovo, las hostilidades entre Armenia y Azerbaiyán en Nagorno-Karabaj, los combates en el este del Congo, la compleja situación en Sudán desde abril o el frágil alto el fuego en Tigray que Etiopía parece dispuesta a romper en cualquier momento. Siria y Yemen no han estado precisamente tranquilos durante este período. Suenan lejanos tambores de guerra en el este de Asia, con la continua amenaza de que China invada la isla de Taiwán, epicentro de la microelectrónica mundial, o las funestas consecuencias de una posible ocupación venezolana del Esequibo. Las bandas, las maras o los cárteles amenazan continuamente a gobiernos como los de Haití o México. La guerra ha dejado de ser un monopolio de los estados. La “desregulación del uso de la fuerza”, fraguada durante años de erosión de las normas internacionales, cristaliza en nuevas amenazas. En solo 12 meses, la violencia política en el mundo ha aumentado un 27%.
El impacto de esta situación en el entorno tecnológico es evidente. Los expertos del observatorio Retina señalan la situación geopolítica como el mayor riesgo para frenar las inversiones en innovación y transformación digital. Aunque ese impacto es altamente asimétrico. El observatorio señala el sector de la seguridad y la defensa como sector prioritario de inversión para el 2024 y ven en la ciberseguridad uno de los vectores tecnológicos prioritarios para el año que empieza.
En mayo del año pasado entrevisté a la primera ministra de Estonia, Kaja Kallas. Su opinión era clara: “Cuando la guerra entre Ucrania y Rusia acabe en el mundo físico, seguirá durante años en el ciberespacio”. Pero más allá de este impacto inmediato en la innovación en el sector de la defensa, con sus posibles aplicaciones de doble uso, y en las tecnologías de ciberseguridad, este contexto prebélico reabre dos temas recurrentes en la geoestrategia global de alto impacto en la innovación y la transformación digital: la gobernanza global y la soberanía estratégica. El modelo de gobernanza global multilateral de 1945 se ha quedado obsoleto. El mundo de hoy no se parece al de ayer. El siglo XXI está marcado por el enfrentamiento de una potencia en alza, China y otra consolidada, EEUU, ambas convertidas en enormes potencias tecnológicas con modelos opuestos, pero de similares efectos para el resto del planeta. Por eso, frente a la D China de la Dominación, con un estado todopoderoso y controlador y la D del Darwinismo norteamericano, en el que los mercados, y solo ellos, imponen su ley, es precisa una tercera D, la de los derechos que parece representar Europa. La ley de servicios digitales o la reciente propuesta de ley de Inteligencia Artificial podrían marcar el camino. El ámbito digital debe dejar de ser el salvaje oeste. La tecnología, y muy especialmente la inteligencia artificial, es, como decía Cathy O´Neil, un “arma de destrucción” para nuestras democracias, que vivirán este 2024 un enorme test de estrés.
Votad, votad, malditos…
Más de la mitad del planeta votará en 2024. Las urnas estarán abiertas en 76 países que representan el 51% de la población global. Sin embargo, en al menos la mitad de estos estados es probable que no conduzcan a cambios significativos en la estructura de quienes están en el poder, porque las consultas no serán libres ni verdaderamente democráticas, dadas las leyes contra la libertad de expresión o de asociación presentes en muchos regímenes.
Además de las elecciones europeas, que podrían paradójicamente conducir a un parlamento antieuropeo, también se votarán en ocho de los diez países más poblados del mundo: Bangladesh, Brasil, India e Indonesia, México, Pakistán, Rusia y Estados Unidos, y en 18 países africanos que suman 300 millones de votantes para un total de casi 4000.
Sin embargo, como señalaba The Economist , de los 71 países que votan sólo 43 tendrán elecciones plenamente libres y democráticas: en los otros 28 el voto servirá de poco. Nadie espera sorpresa en Rusia, donde la reelección de Vladimir Putin es segura, o en Irán. En el ámbito tecnológico serán especialmente importantes, además de las europeas, las de Taiwán que inicia el año electoral el 13 de enero de 2024, con una votación que marcará el futuro de sus relaciones con China y podría con ello marcar un cambio sustancial en su política de exportaciones de chips, y también las que cerrarán el año en EEUU, donde una posible vuelta del expresidente Donald Trump podría desencadenar impredecibles reacciones en todo el mundo.
Pero el impacto de las elecciones en la tecnología funciona también en el sentido opuesto. Como ya demostró la votación del Brexit o las elecciones en Brasil o antes en los EEUU la tecnología juega un rol cada vez mayor en la elección de los votantes y esto es algo que la inteligencia artificial podría dinamitar. “Durante el año pasado, esta nueva tecnología se utilizó en al menos 16 países para sembrar dudas, difamar a los oponentes o influir en el debate público”, advertía la edición del año 2023 del informe Libertad en la Red elaborado por la organización sin ánimo de lucro Freedom House. Su uso en 2023 se ha disparado. Las recientes elecciones en Argentina estuvieron marcadas por el uso generalizado de IA en material de campaña. La IA generativa también se ha utilizado para manipular a los votantes en India , Estados Unidos , Polonia , Zambia o Bangladesh.
La inteligencia artificial, con su enorme capacidad de generar desigualdad entre el que la usa y el que no, y su potencial de hacer indistinguible la verdad de la mentira, puede llevar al extremo la polarización. Desigualdad y DeepFakes son gasolina para el incendio en el que vivimos y abonan el terreno para esos nuevos fascismos que asolan el planeta. Hombres blancos asustados y enfadados que pueden votar un parlamento antieuropeo para dirigir el viejo continente o poner al frente de los EEUU al individuo que animó al asalto violento de su congreso. Pero no todo está perdido. Como escribía Cortázar en esos capítulos de Rayuela que podías no leer, “nada está perdido si se tiene por fin el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo”. Un buen principio puede ser no hacer a la inteligencia artificial en particular y la tecnología en general responsable de todos nuestros males.
No culpe al algoritmo
La inteligencia artificial es la tecnología más poderosa en la historia de la humanidad, porque no cuestiona lo que hacemos, sino lo que somos. No podemos entrar en la simplificación o usarla como escusa o justificación de males que llevan años entre nosotros, como alertaba Virginia Eubanks en su magnífico La automatización de la desigualdad. LA IA podría ayudar a la humanidad a resolver algunos de sus problemas más acuciantes y lo hará de una manera muy específica: acelerando radicalmente el ritmo de los descubrimientos científicos, especialmente en áreas como la medicina o la lucha contra el cambio climático. Frente al catastrofismo y la visión apocalíptica de los que piden parar la IA, expertos como Demis Hassabis o Yann LeCun creen que puede conducir a una era dorada de la investigación científica.
Pero las posibilidades de construir un mundo mejor van más allá de la ciencia. Intelectuales y economistas como Aaron Bastani o Nick Srnicek ven en la automatización y el uso de la IA una palanca para transformar el empleo, redistribuir el trabajo y lograr un ingreso mínimo vital. No dejemos que los apocalípticos tengan razón, pongamos en este 2024 las bases de un futuro mejor en el que regulemos y pongamos al servicio de las personas la inteligencia artificial.
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